Miguel    Hernández




  

Postulando donativos y juguetes para el Socorro Rojo en vísperas de la Navidad de 1937, bajo sonora musiquilla de villancico o de canción de cuna, se adivina la tristeza de una infancia perdida.



 

 

        

       Por el cinco de enero,
       cada enero ponía
       mi calzado cabrero
       a la ventana fría.

       Y encontraban los días,
       que derriban las puertas,
       mis abarcas vacías,
       mis abarcas desiertas.

 

 

 



    

 

   Nunca tuve zapatos,
   ni trajes, ni palabras:
   siempre tuve regatos,
   siempre penas y cabras.

   Me vistió la pobreza,
   me lamió el cuerpo el río,
   y del pie a la cabeza
   pasto fui del rocío.

   Por el cinco de enero,
   para el seis, yo quería
   que fuera el mundo entero
   una juguetería.

   Y al andar la alborada
   removiendo las huertas,
   mis abarcas sin nada,
   mis abarcas desiertas.

 

Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.

Toda gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.

Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y unos hombres de miel.

Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.

Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.