I el Cantar de los cantares se nos muestra, ante todo, como libro rosa de amor juvenil, ¿podría interesar todavía hoy a gente seria, reflexiva? Y si, además, no habla de Dios, ni de hijos, ni de religión, ¿con qué méritos habría que seguir venerándolo en el sagrado templo de la Biblia?

Dios hace bien las cosas. Si las breves hojas de ese poema fuesen un día arrancadas de cuajo, repartidas se descubrirían sus raíces por todo el inspirado texto. Porque, en verdad, toda la Sagrada Escritura es un Libro de Amor. Recordemos parejas: Eva y Adán, Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Raquel y Jacob, Sara y Tobías, y, sobre todas ellas, Dios e Israel. Así escribió el profeta Ezequiel (Ez 7,1ss):

Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón;
tus senos se afirmaron y el vello te brotó,
pero estabas desnuda y en cueros.
Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor;
extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez;
te comprometí con juramento, hice alianza contigo
-oráculo del Señor- y fuiste mía.

Quien habla es Dios, evocando momentos de ternura en su romance con el pueblo elegido. El Cantar se nos abre como flor exótica en lo alto de un muro: nadie se explica cómo ha llegado allí, pero todos reconocen su belleza, su aroma, su alegría. La erótica del Cantar es abierta: no habla de Dios, pero lleva a Dios. No menciona a los hijos, pero exalta la fecundidad. No predica sermones de sexo y ángeles, pero presenta un encantador, moderno, bíblico estilo de relación.

Aunque ambos jueguen, como en un psicodrama, diversos papeles (de rey, pastor, labrador...), todos sabemos que detrás hay dos seres humanos que se abandonan uno al otro en el abrazo de un nosotros. Y que ese tú es misterio fascinante, sobrecogedor, inabarcable.


Para el amante, apoyado por el Coro, ella es su cielo: "¿Quién es aquella que asoma como la aurora, / hermosa como la luna, / radiante como el sol, / imponente como un ejército de estrellas?" (6,10).

Para la amada, él es "gallardo como el Líbano" (5,15), impresionante como la estatua de un dios: "Marfil tallado es su cuerpo, / todo incrustado de zafiros. / Como columnas de alabastro, sus piernas / se asientan en basas de oro puro" (5,14s). Descansará la enamorada bajo sus ramas de manzano como Israel bajo el manto de Dios: "A su sombra apetecida estoy sentada" (2,3).

El amor que sienten por ese tú habrá que escribirlo con mayúscula, porque –como le ocurrió a Teresa en su transverberación– quema las entrañas con misterioso dardo. Es el Amor: verdadera llamarada de Dios (8,6). Y el tú cercano: camino y presencia del Tú absoluto. El Cantar es humano, muy humano, con semilla divina en cada surco.

Erotismo abierto de amantes hacia la unidad: "Yo soy para mi amado, y mi amado es para mí" (6,3). Hacia la fecundidad: cuando nace la vida alrededor –¡es primavera (2,8-14)!–, ella le conduce al dormitorio de su madre (3,4), le acunará como a un bebé (8,2). El lenguaje es sutil, alusivo. Poderoso. Encarnan metavalores de sexualidad adulta dos románticos adolescentes.

 
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