Toda la noche estuviste
cantando el dolor del mundo.

En el anterior crepúsculo
cuando cesó de bullir
el agua de los colores,
antes de fundir su gama
en la tinta de la noche,
comenzaste a cantar.

Tu esqueleto, oquedad habitada de aire,
ocarina emplumada, caramillo nocturno,
cómo pudo asumir la tarea, tan frágil,
de cantar los dolores, los tonos del dolor.

(Voces de Sarajevo, de Bosnia y Nicaragua,
de Somalia, de África, de Oriente y Occidente;
llantos de todo el mundo, suspiros de la tierra,
te pulsaron, tañeron por tu débil garganta,
toda la noche el mundo traspasó tu laringe,
toda la noche el mundo gritó a través de ti.)

Cuando el alba calzó sus sandalias mojadas
de relente y las ubres del cielo destilaron
las primeras lechosas gotas de luz, callaste.

La brisa aventó plumas -nadie sabe hacia dónde-,
y de ti no quedaba más que el eco en la rama
frente a la gran protesta vecinal y sombría:

"Ese pájaro anoche no nos dejó dormir".

















                               

                                                                                                      
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