RUZÓ
el perro la calle. Era el perrillo aquel de las migajas, el que espera
debajo de la mesa, el que no tiene nombre y al que si se extravía
no lo reclama nadie. Y
era el único ser en tarde de domingo. -Allá enfrente la
ausencia de ese árbol que daba su verdor en un sitio imposible.
Y el perro por la acera seguro y solitario. ¿A
dónde iría hoy en esta hora muerta sin coches ni autobuses,
con un pasito breve, voluntarioso, firme? Una
mano invisible le alisa la pelambre. Ernestina
de Champourcin |