ame la mano, sufrimiento, dolor, mi viejo
amigo.
Dame la mano una vez más y sé otra vez mi compañero,
como lo fuiste tantas veces en el oscuro atardecer.
Cruzaban las gaviotas
sobre el cielo,
se ennegrecía el mar con la tormenta próxima.
Dame la mano una vez más, pues ahora sé
lo que entonces no supe.
Sé recibirte sin rencor
ni reproche. Acepto tu visita oscura.
Es
en mis ojos, sufrimiento, dolor,
donde laboras tu más fino quehacer,
donde ejercitas tu destreza, tu habilidad
de orfebre
sin par. Allí
depositas al fin tu redención, pones como sobre un altar,
con delicadeza
extremada,
tu hechura exquisita, y alzas, en medio de la noche, el milagro
lentamente a los cielos, la joya finísima,
el espectáculo de
oro,
trabajado sin prisa, acumulada realidad que acomodas después
a mi nueva mirada.
Y es así como ahora, tras tu trabajo en la honda
cueva,
en la recóndita guarida donde yo padecí tu febril creación,
es así como ahora
puedo mirar,
tras el mundo habitual, un mundo
ardiente.
Arden
las llamas de color tras el gris habitual,
tras de la oscuridad se encarniza
la luz, se redondea el rosa,
esplende el animado carmín,
y todavía
más allá, tras la trascendida apariencia, se ve
de otro modo,
trasparentándose hacia una eternidad,
un país nuevo.
Un
país nuevo, inmóvil en la luz,
tras de la oscuridad de mi agitada
noche.