Estoy mirando un llamador antiguo:
bronce fundido en puño de gigante.
El tiempo ya le ha puesto como un guante
de gris miseria y de verdor exiguo.

Como un sordo aletazo cae su mano
sobre la maltratada puerta oscura.
Fue recio el golpe, pero ya no dura,
fue imperativo, pero ya es lejano.

El llamador rompió silencio y sueño;
gentes de fe cumplieron el empeño
de desvelar con él el alma un día.

Su vetusta belleza me trastorna.
Aún golpea en la puerta y aún la adorna.
¡Lástima que la casa esté vacía!


 
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