Leyendo el Evangelio en Braille,
           en su kiosco de Carlos III el Noble.

ijo el rostro de estatua
erigida en lo oscuro,
con tu mirada muerta
que regresa hacia dentro
y una leve propina
de luz sobre tu cara,
Tere Iturralde,
estás, vives, esperas,
colocas
colgaduras de tiempo en tu kiosco
                                                  invisible,
cupones de paciencia
en la paz que conquistas,
marcas
un terco contrapunto
al furor y a la prisa.

Si sale el sol,
lo ves tú con la piel
de la cara y las manos.
Si se oculta, se pone más oscura
la noche de tus gafas.

Lees y esperas. Gruesos cartapacios
pasan bajo tus yemas con su luz taladrada.
Lees con avidez. Jesús llega a tus dedos.
Pasan bajo tus yemas
enfermos de milagro,
cojos, leprosos, ciegos
que gritan y estremecen
los cristales del kiosco.

Llega Jesús. Perdona. Cura.
Abre todo su amor bajo tu fino tacto.
En tu lectura tocas: gentes, barcas,                                                      trigales,
gerifaltes de envidia dando palos de ciego.

 




Llega Jesús. Se queda entre tus manos,
te sube por la piel como un suave camino,
te regala sus pasos y su voz encendida
y te instala mil lámparas de palabras
                                                        eternas.

Ahora, Tere Iturralde, puedes lentamente
cerrar el libro y mirar por encima
                                           del mundo,
gustar y ver y acusar la presencia
de la luz verdadera
en el loco aleteo de tus hondos cristales.

Ahora puedes quizá
enrolarte en la vida de las gentes
                                           que pasan,
oír desde tu fiesta
cláxones cotidianos, irrintzis de victoria
y horadar bien la noche de cercanos
                                                  semáforos.

Ahora puedes tal vez,
Tere Iturralde
(fijo el rostro de estatua
erigida en lo oscuro,
con la mirada muerta
que se vuelve hacia dentro).

1976