MI PADRE ESTÁ AL LADO DE MI MADRE.
¡Los dos son ya viejos!
El tiene la mirada verde y el ceño fruncido;
ella conserva todavía
una cálida luz adolescente.
Los dos ciñen una corona de oro.
¡Son santos!
Dios los ha hecho santos.
Los pone en un altar y me dice:
Empieza a rezar ahora.
Y yo rezo.

 

NO ES UNA GRAN BASÍLICA,
ni siquiera una iglesia pequeñita.
Es un antiguo y amplio piso barcelonés,
con balcones abiertos a una plaza con palmeras,
con viejas fotografías de niños en las paredes,
de niños que ya no existen,
que se llevó la vida, o la muerte, adelante.
Buscando en los armarios
se encuentran apolillados zapatitos de lana,
antiguas carteras de colegial,
mapas amarillentos,
muñecas sin brazos y sin ojos,
un diploma de honor
de mil novecientos veinticuatro,
un verso de niña
de nueve años.
Yo rezo.

D
E ESTA CASA AL CIELO
hay un palmo de azul.
Mi madre sale a veces a dar un paseo
y mi padre la sigue.
Ella charla con Dios, con la Virgen María,
con Santa Genoveva, que es su patrona.
Y mi padre conversa con San Pedro
y le habla de tú.
Luego regresan. Regresan un poco fatigados
y más viejos tal vez. Y ocupan sus altares.
Llevan prendidos en los dedos
jirones de telarañas,
de tanto hurgar en los armarios de los viejos recuerdos,
de las viejas ternuras...

 
        
          

 

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