O
h rosas, fieles rosas de mi jardín
en mayo; ya venís, como siempre, a reposar
mi angustia con vuestro testimonio de que Dios
no me olvida.
H
ubo un tiempo en que yo creí perdido todo. Pero
vuestra constancia no se enteró siquiera y
seguisteis viniendo a acariciar mi frente y
a decirme que el mundo seguía estando intacto. Surgís
difícilmente lentas, de dentro a fuera, como
torres de nubes que, imitando dragones, se alzan
en el ocaso, saliendo de sí mismas; o
como un sentimiento, tan nuestro y tan profundo, que
al subirlo a la boca va espeso del esfuerzo, arrastrando
en su parto los más hondos aromas. ¿Qué
decís, qué decís, bocas de Dios infantes? ¡Cuánto
trabajo os cuesta pronunciar la palabra oliente
y no entendida! Os morís, fatigadas, cuando
acaba, al decirla, vuestro oficio en la tierra. V
uestra belleza es eso: morir, pasar al vuelo. Vuestro
aroma es la muerte. Y por eso enloquece. Mas
¡qué importa morir cuando se ha sido, y tanto! Yo
os doy la eternidad que os quitaba el ser bellas. Os
tengo en mi recuerdo lo mismo que un libro, evocándome
mayos, muchachas y ciudades, al hallaros de
pronto, cuando paso las hojas. Voy contando
mis años por relevos de rosas. De rosas
repetidas, de eternidad de rosas que me animan,
diciéndome que el Señor sigue en pie.
|