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enía un roscón de Reyes llamado La Vida,
del que comía a todas horas, buscando el regalo escondido
en su masa tan dulce.
Es bella la vida, decía, mas yo

no la hubiera elegido,
y seguía comiendo
de su roscón de Reyes, que casi despreciaba.                   
Mas a veces
le quedaba un pedazo pequeño en la mano,
que deshacía
con ávidos dedos: ¿Quién me lo dio? ¿Qué contiene?
Pero tan sólo
veía la dorada superficie de dulces migas sin fondo
misterioso, sin contenido
oscuramente profundo que hubiera podido indicarle
una verdad.               
(No quiso
utilizar el microscopio que a mano tenía para tales
experiencias.
Temía las verdades profundas porque son
peligrosas.)           
De modo
que seguía comiendo el dulce pan de sus días,
preguntando siempre
a la vida por su regalo,
sin hallarlo jamás entre el fino pastel sabroso.

 
 
  
    
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