Entonces sucedió el milagro.
Se cubrió todo de flores: blancas,
amarillas, anaranjadas, rojas...
De todos los colores del pincel divino.

-Hermanito árbol,
dime todo, todito, de ti,
revélame tu presencia,
entrégame tu misterio...

Comenzaron a derramarse las flores
como cascada de oro y plata
de espolvoreados soles.
Se encendió por el suelo un rosetón
de catedral. Y en lo más alto,
por los azules columpios del ramaje,
¡se balancearon frutos, frutos!

El árbol fue creciendo
por las terrazas de mi corazón,
y me sentía embriagado de perfumes,
de flores y sabores de mil frutas.
No era yo: eran hojas que sonreían,
flores que reventaban, frutos ardiendo.

Aquel lugar aún vibra de energía.
Cuando de nuevo nos encontramos,
un ligero temblor sacude mi cuerpo,
y se estremece conmigo
la carne viva del árbol.

Un día nos comprometimos
en matrimonio cósmico,
y ni la muerte logrará deshacer
el apretado lazo
de nuestro tierno, indestructible amor.

Leonardo Boff,
libremente adaptado

 



 
 
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