Hasta
los niños la miraban, cuando doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama parecía tener entre los dientes.
Huía
de la luz con la pereza de una cierva cansada, y sonreía sintiendo
las miradas de las gentes resbalar por el vientre abovedado.
Se
llevaba las manos a la henchida plenitud de su carne y las dejaba allí
sumidas, por sentir el eco caliente y vivo del amor, haciéndose.
Hasta
entonces los hombres la siguieron con ronca voz de barro; y les temía;
porque el hombre fue sólo para ella lobo furtivo y sal de madrugada.
Pero
ahora les miraba desde un cielo grávido y fuerte. Ellos la veían
redonda y poderosa, como un puño abriéndose caminos en
la niebla. Si
entonces una voz gritaba:
Mira; tiene un hijo..., se
apretaba doliente la cintura de vidrio y, en la tarde, era como una encina
coronada. Los
oscuros balcones con geranios; los húmedos zaguanes; las buhardillas;
las frescas herrerías; las campanas que las monjas tañían
en el alba... Todo
a su paso, sin cesar latía al compás de su vientre... Todo,
atento al dulce peso de su vientre... El aire, de cristal y de gloria
por su vientre. Ya
la carne de trigo se atiranta y duele extensamente.
¡Cómo sabe el dolor de los hijos!
Porque tienen sabor a junco verde por la sangre.
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