Bienaventurados los que lloran, porque sus penas se purifican con
agua bendita de corazón.
 

Bienaventurados los dolientes que no se desesperan en el pavor de la
tormenta, porque se les revelarán, más allá de las nubes, mil soles de
alegría.

 
Bienaventurados los enfermos que hilan espacios blancos de
silencio, porque se desplegará un día la crisálida de su contemplación
y se levantarán con alas.
 
Bienaventurados los que descubren en la enfermedad mensajes para
su alma, porque recorrerán caminos nuevos de claridad y asombro.
 
Bienaventurados los que abren sus brazos y su corazón a la Bestia
del dolor, porque descubrirán, del otro lado de la piel del Ogro, latidos
sagrados de ternura.
 

Bienaventurados los que sudan, pujan, jadean de sufrimiento,
porque una nueva vida palpita ya por su esperanza.

 
Bienaventurados los que ponen su confianza en el Señor, porque no
hay dolor tan grande que no pueda ser aliviado por el ángel del huerto
de los olivos.
 
Bienaventurados los que secan la frente del hermano que sufre,
porque descubrirán, entre los pliegues del pañuelo, el icono de Cristo.

Nicolás de la Carrera                    

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