Oh, sí, lo sé, buen "Sirio", cuando me miras con tus grandes ojos profundos.
Y
o bajo a donde tú estás, o asciendo a donde tú estás
    y en tu reino me mezclo contigo, buen "Sirio", buen perro mío, y me salvo contigo.

A
quí en tu reino de serenidad y silencio, donde la voz humana nunca se oye,
    converso en el oscurecer y entro profundamente en tu mediodía.
Tú me has conducido a tu habitación, donde existe el tiempo que nunca se pone.
Un presente continuo preside nuestro diálogo, en el que el hablar es el tuyo tan sólo.
Yo callo y mudo te contemplo, y me yergo y te miro. Oh, cuán profundos ojos conocedores.
Pero no puedo decirte nada, aunque tú me comprendes... Oh, yo te escucho.
Allí oigo tu ronco decir y saber desde el mismo centro infinito de tu presente.
Tus largas orejas suavísimas, tu cuerpo de soberanía y de fuerza,
    tu ruda pezuña peluda que toca la materia del mundo,
    el arco de tu aparición y esos hondos ojos apaciguados
    donde la Creación jamás irrumpió como una sorpresa.  
Allí, en tu cueva, en tu averno donde todo es cenit, te entendí, aunque no pude hablarte.
Todo era fiesta en mi corazón, que saltaba en tu derredor, mientras tú eras tu mirar entendiéndome.
Desde mi sucederse y mi consumirse te veo, un instante parado a tu vera,
    pretendiendo quedarme y reconocerme.
Pero yo pasé, transcurrí y tú, oh gran perro mío, persistes.
Residido en tu luz, inmóvil en tu seguridad, no pudiste más que entenderme.
Y yo salí de tu cueva y descendí a mi alvéolo viajador, y, al volver la cabeza, en la linde
    vi, no sé, algo como unos ojos misericordes.

                                
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