S
e mercó un moviláin, un movistar,                         un chisme
liviano y milagroso.

Cargó en la visa su flamante
contrato de servicio.

Se lo ajustó al bolsillo que se                           abría
sobre su corazón acelerado.

Respiró como un rey que estrenara                         de pronto
trono, corona, cetro,
un clangor de clarines
y majestad de edicto.


Y pensó ufanamente:

Por fin, siempre jamás,
bien de día o de noche, ya por mar o
                                              por  tierra,
en la ciudad o el campo,
en medio del hogar y su dulzura
o en pleno viaje por el ancho mundo,
muy bien atados todos
los más imprevisibles avatares
de lugar y de tiempo,
tendrá mi voz ubicua mil oídos abiertos
y mil respuestas prontas mi palabra,
desde hoy omnipresente.

Se sintió tan feliz por un                   instante
que olvidó que era un hombre
-con su chisme novísimo,  
         prodigioso, en el pecho-
y estaba en este mundo solo, solo.


       

   

 

 
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