En
mi ensayo Buscando a Dios entre las luces
(BAC 2000) dedico el capítulo 2 a investigar la vocación
de los poetas como buscadores de belleza y trascendencia ("con el único
oficio de gritar asombrados").
En
los dos primeros títulos que presento aquí, mi amigo José
María Fernández Nieto, poeta castellano místico y travieso,
describe al Juglar de Dios como niño despistado y lúcido [Sonetos
para apostar por un poeta]. En [Si
alguna vez] nos anima a todos a comunicar la alegría de
todo noble descubrimiento, acaso el de un bello poema.
Celaya
en [A Amparitxu]
expresa su noble necesidad de poetizar el corazón de la vida que late a
su lado, a la altura de su amor ("con todo me identifico"). Después
del parto lírico, le llega a León Felipe, como a cualquier creador,
la hora de la despedida: Pobres versos míos, que vais ahora solos
y a la ventura por el mundo
[¡Que
os guíe Dios
!].
¿No sería mejor leer y saborear buenos versos
de poetas consagrados que escribir poesía con torpe pulso? Enrique García-Máiquez
teje los hilos de su emoción en [Oración
por nosotros los poetas menores]. Finalmente, José A. Muñoz
Rojas refiere en [Me dicen que
os diga] su incómoda disponibilidad de medium transparente
y sorprendido.
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