Llegaron
los arcángeles. Se supo que llegaban por una luz dorada que
se esparció en la noche, cuando los sueños labran manantiales en
la yerma memoria de las gentes. Podían escucharse sus pisadas de
luna entre los árboles, el rumor de sus voces delgadas como espigas, y
eran de ver los ópalos serenos de sus ojos escrutándolo todo, el
azulado vuelo de sus manos, su gesto entre cordial e indiferente. Querían
descubrir los paisajes del hombre y en jornadas de niebla recorrieron deltas
de soledad, praderas de rencor, roquedales de angustia, penínsulas
de hastío, manaderos del miedo más oscuro. A veces preguntaban:
nadie les dio respuesta, nadie quiso decirles, nadie quiso explicarles...
Ellos, entre el silencio, con lápices de ámbar escribían palabras
desoladas en sus libros celestes. Y una tarde de plata, en un viento levísimo
y cansado, agitando sus alas muy despacio, regresaron por siempre a sus
mundos distantes. Cuentan quienes los vieron que volaban llorando, los arcángeles.
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