| Hay
un niño que llega cada día ofreciendo su mínima intemperie sobre
el claro mantel del desayuno. Levemente se asoma por la ventana gris de
algún periódico, sin lágrimas ni risas en su rostro: sólo
pura mirada y un humilde cansancio de terrores derramado en sus labios. Viene
desde muy lejos: de las tierras del fuego y la tristeza, de selvas y arrozales, de
campos arrasados, de montañas perdidas, de ciudades sin nombre ni memoria donde
la muerte es sólo una muda costumbre cotidiana. Tal vez trae en sus
manos algún pobre juguete: el fusil que encontró en aquella
zanja junto a un hombre dormido, las inútiles botas de su padre, el
arrugado casco de aluminio del hermano más alto y más valiente, el
trozo de metralla que derrumbó su infancia en un instante. Se sienta
en nuestra mesa, quedamente, como si no estuviera, y contempla asombrado
los terrones de azúcar, las galletas, la alegre redondez de las naranjas, la
taza de café, con su recuerdo de humaredas oscuras. Nunca nos pide
nada: sólo mira desde un viejo silencio, con un largo paisaje de
preguntas remansado en sus párpados. Y permanece inmóvil, clavándonos
el tiempo en su palabra que nunca escucharemos. Como si fuera un niño,
simplemente. Sin saber que en sus ojos lleva la herida grande de todo
el universo.
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