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Subiré a la palmera
7,7-9

 


rdió en la danza el novio, prisionero en las trenzas, en los alados pechos, en los brazos de llama de su amada. Como Herodes ante los giros de Salomé, que "le prometió bajo juramento darle todo lo que le pidiese" (Mt 14,6s).

    
Al desbordamiento corporal de ella, responde el novio con balbucientes exclamaciones de asombro (7,7):


¡Q ué bella eres, qué encantadora!
Tu amor es delicioso.


No necesita un largo cortejo para ir al grano de una proposición amorosa (7,8-9a):


D e palmera es tu talle,
racimos son tus pechos.

M e dije: "Subiré a la palmera
a recoger sus dátiles".




C
ruzando dos metáforas (pechos/dátiles y pechos/racimos-de-vid), ya le llegan aromas de la glorieta de los besos (7,9b):
 


¡S ean tus pechos como racimos de uva,
y tu aliento, perfume de manzana!


T
alle–pechos–boca: tres santuarios del erotismo en planos ascendentes (subiré). Resume bien fray Luis las emociones del amante: "¡Oh, quién te alcanzase y gozase, quién pudiese llegar a ti, y enredándose en tus brazos y dándote mil besos coger el dulce fruto de tus pechos y boca!" .

Se detendrá primero en los senos, a recoger y saborear sus dulcísimos dátiles, a exprimir su embriagante zumo (aviso para vendimiadores: a la mujer y al racimo / con tino). Hay en el ser humano un impulso muy primitivo, de paleoencéfalo, a besar, chupar, morder el pecho. No en vano los primeros meses de vida nuestro principal objeto de deseo fueron los dulces, cálidos, aterciopelados senos de nuestra madre. Describe líricamente Leleu la mágica transformación de un pecho erotizado y el cuelgue del amante: "El varón se exalta con la visión de esta flor hecha de sangre y de fuego. Sus labios se inflaman al contacto de la exultante carne, y sus dedos se embriagan".
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